Abandonar el nido


Recuerdo que, cuando se acercaba el fin del secundario (colegio religioso y sólo de varones, para que se hagan una idea), nos comentaban muy seguido que íbamos a "salir de la burbuja". Que el microcosmos que estábamos por abandonar, aunque lleno de conflictos, desajustes, diferencias de opiniones, etc. etc., era muchísimo más amigable y cómodo que el que íbamos a enfrentar. Que la cosa no sería tan fácil una vez saliéramos de ese espacio.

Lo cual era cierto, por supuesto.

Y esa advertencia siempre me quedó picando. Porque comenzar una carrera universitaria, incluso para mí, que no tuve que cambiarme de ciudad ni mudarme, ni trabajar para pagarla, etc. etc., significó un quiebre enorme. De pronto estás solo, y tienes una enorme responsabilidad: hacerte a ti mismo. Aunque tengas cerca a tus padres o a otros adultos de la familia, ya no eres tan "niño de mamá". Y si tienes dos dedos de frente (algo que ahora no abunda tanto) te das cuenta de que lo peor que puedes hacer es descuidarte, dejarte estar, pensar que algo o alguien va a sacarte de apuros como en otras épocas. Traicionarte es la peor traición.

Ciertamente mi primer paso por la universidad no fue ni malo ni bueno: simplemente fue. Tuvo altas y bajas; mirando en retrospectiva puedo decir que desaproveché muchas oportunidades, a veces me confié en los estudios, a veces pude decir o hacer algo mejor, así como muchas veces me sorprendí gratamente a mí mismo, o cometí "errores" que terminaron siendo mejores que los "aciertos". Como equivocarme y anotarme un año antes de lo necesario a Italiano I, lo cual me hizo conocer a varias de las pocas personas que conocí en esa época y que sigo considerando amigos, después de muchas muestras de sinceridad y afecto.

Pasaron esos años sin que yo apreciara lo que me sucedía, ni me atreviera a cambiar muchas de las cosas que pasaban, o a involucrarme más con ciertos hechos, personas e ideas. Ahora comprendo que estos fue así simplemente porque todavía no sabía a ciencia cierta quién era. No me descubría: me construía. Y pasaban a veces los días y los meses y los años y seguía pensando, a veces, que algo o alguien aparecería a cambiar muchas de las cosas que no terminaban de encajar.

Y terminé de cursar la carrera, y demoré tontamente en definirla, y luego todavía estaba construyéndome. No porque no supiera cómo encajarlas piezas que tenía, sino porque al llegar al centro del rompecabezas, de pronto descubrí que esas piezas no estaban ahí. Tal vez nunca habían estado.

Y luego pasé años de malestar, de soledad, de reclusión, de búsqueda teórica, de meditación, de frustración, de depresión, de nada y de todo. Estaba cansado de la universidad, de lo que había aprendido, de la falta de trabajo en mi área. Cansado de buscar algo que no identificaba, algo que tal vez no estaba ahí. Cansado de estudiar, yo, que no paraba de leer, investigar y aprender. Cansado de pensar que podía ser algo más, cansado de creer que se podía salir de ese limbo.

Y llegué a un umbral, pero no me animé. Demoré de nuevo el llamado del alma, ese que me llevaba de nuevo al secundario, a los profesores que me marcaron, a la posibilidad de encontrar una nueva razón para mi vida. Uno de los mayores errores de mi vida.

Y después, de pronto y como por arte de magia, algunas cosas encajaron. O eso parecía. Tenía un buen trabajo y un futuro. Parecía que lo tenía todo, pero no tenía lo que quería. Como tener la llave de la felicidad, pero no tener la puerta. Como tener pies y no tener un camino. Como tener una chispa y no tener una vela.

Y ahí me quedé, dando vueltas como un gato mientras se acomoda en una silla. Y entonces me di cuenta que podía saltar a otra silla. Y me animé. Rompí con todo lo que me ataba, fuera mío o ajeno. Rompí con preconceptos, con ideas de otros, con miedos propios, con formas de pensar que ya juntan polvo muerto. Y volví a la universidad (a otra, aclaro). Yo, que alguna vez pensé que lo universitario se había terminado, que no tenía sentido tomar otro libro, ni rendir otro examen. Yo, que alguna vez creí que todo había terminado y se quedaría así.


Hoy abandono mi tercer nido. Hace unas horas terminé de rendir la penúltima materia del Profesorado Superior.


Me queda solamente una materia, dentro de una semana; que no es trámite, tengo que estudiar, pero como me gusta: rodeado de filósofos y pensadores. Algo saldrá: lo más difícil ya fue superado.

Y de pronto, como hace muchos, muchos años, se siente de nuevo esa picazón. Saber que no nos podemos quedar para siempre ahí adentro, aunque nos gustaría. Saber que estamos cómodos en esa cama calentita en pleno invierno, cubiertos por experiencias de amistad sincera, de compañeros y compañeras que ahora son amigos y amigas, de profesores que nos guiaron de verdad hacia las cosas que valen la pena, de lecturas a veces difíciles pero constructivas, de cátedras que cuestan pero nos hacen mejores personas y mejores profesionales.

Hacía rato que no tenía tantas ganas de quedarme. Pero hay que partir. Para que cada uno haga sus lecturas, siga construyendo sus amistades y profesiones, encuentre más cosas que valgan la pena y ahora sea el que dé esas cátedras que hacen mejores a las personas y a los profesionales.

Da gusto haber tenido tantos buenos compañeros de nido, y ahora lo que más deseo es que no nos dispersemos demasiado. Pero lo cierto es que ya estamos grandes, y no piamos para que nos den la comida en la boca. Batimos las alas para ganar una oportunidad de despegar. Y los que queremos volar en serio no vamos a tener un techo.

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