Maldición de sangre, capítulo 1


Manuel cerró la puerta del auto con desgano. A su derecha, Flavia seguía callada, absorbida por sus pensamientos.

-Che, calmate un poco –la frase, junto con el encendido del auto, rompió el tenso silencio que se había manifestado desde que salieron de la casa de Manuel.

-Dejame tranquila –contestó ella, entre cansada y enojada. Una combinación que, en poder de Flavia, era poco usual pero muy complicada de manejar, según ya sabía su hermano.

-Bueno, perdón –enfatizó Manuel-. Pero es que no me gusta verte así. Ya te dije lo que vamos a hacer. Mantenete lejos de mamá por un tiempo. Yo te ayudo con cualquier excusa que le inventes. Así por lo menos… no sé. Pero parece más seguro.

-¿Qué es más seguro? Yo me quiero morir…

-No digas eso…

-… si me muero yo a ella no le pasa nada…

Las lágrimas y las interrupciones mutuas llenaron el automóvil, mientras Manuel trataba de concentrarse en el tráfico. Flavia vivía en un departamento, cerca del centro. Lo menos que podía hacer después de charlar con José era dejarla ahí, para que se calmara.

-Tenemos tiempo, ¿entendés? Ahora que sabemos qué pasa, podemos hacer algo.

-¿Qué? A ver, decime, ¿qué? Si no sabemos lo que pasa… no sabemos nada. Eso es lo que me pone mal.

Después del llanto y los gritos, Flavia se plantó ahí. No dijo una sola palabra más, como si aquello fuera la única verdad que valía. Y de alguna manera, Manuel tuvo que aceptar, eso era cierto. No saber también le ponía los pelos de punta.

Encontró un lugar para estacionar el auto, justo en frente del departamento. Era casi de noche. Miró a su hermana y la vio pequeña, empotrada en el asiento del auto del cual siempre se había quejado porque era chico, incómodo y todo eso. Siempre tenía problemas para subir porque era una mujer bastante alta. Ahora parecía haberse empequeñecido, como si fuera una adolescente conflictuada que pedía a gritos a su mamá ante un problema de crecimiento. La vista clavada en el tablero del auto, indiferente a lo que sucedía fuera de ella.

Diez segundos después de que Manuel estacionó, se dio cuenta de que tenía que bajar.

-Escuchame. Quedate tranquila. Cualquier cosa que te pase, me llamás, ¿quedamos así? Con confianza, a cualquier hora. ¿Entendés?

Ella respondió con la cabeza y se bajó.

Lo siguiente que vio fue el sillón. De pronto se dio cuenta de que no tenía recuerdos de haber cerrado la puerta del auto, o de haber cruzado la calle o haber subido por el ascensor. Tal vez un minuto entero de su vida se había borrado.

No se quedó pensando mucho en ese detalle. Pamela no estaba. El sillón la llamaba. Se sentó, al principio, pensando en comer algo. Pero tampoco tuvo ganas de ir a la cocina. Pensó en cuchillos y lo que le había dicho a su hermano: “yo me quiero morir”. Sí, podía ser una solución, pero no estaba dispuesta a tomarla. Hubiera sido una victoria bastante pírrica. Así como había imaginado a su madre llorando en su funeral, se imaginó a ella misma, muerta, y toda su familia llorándola. No, no era algo que valiera la pena.

Tenía que haber otra forma.

La mujer era feliz, muy feliz. No sólo por el anillo que brillaba en su mano, sino porque la felicidad le salía por la sonrisa, por los ojos, por todas partes. Se podía ver que era, realmente, la más feliz del mundo.

La siguió, sin darse cuenta, por pasillos, calles, tranvías, vestidos y besos de su esposo. La vio cumplir años, recibir regalos y comprar cosas. La siguió mientras la felicidad se duplicaba en su cuerpo. Todavía dormida a la realidad de que eso que veía era cierto, la siguió.
Sus pasos la llevaron a un hospital. Al grito de las enfermeras, del padre y de la misma sangre que brotaba, le siguió otro grito. El de una niña.

Los médicos la dejaron allí, sola.

Ella se acercó, tímidamente. La sangre seguía gritando desde el piso, palpitando en su mente, ya de por sí golpeada y abrumada. Quería decir algo, pero no comprendía su idioma.

Sintió el apretón de una mano que cargaba, todavía, ese anillo brillante.

-El medallón, el medallón.

La mano parecía dispuesta a arrancarle el brazo, y Flavia comprendió que la mujer estaba muerta… y no estaba muerta.

-Usá el medallón… todos, úsenlo… el medallón…

Los ojos todavía estaban abiertos, pero seguían igual de muertos. Los vestidos chorreaban sangre, y en su cuello brillaba parte de una felicidad ya perdida.

-Todos juntos, tienen que estar todos juntos…

Quería zafarse, pero por más que tironeaba, era incapaz. Y la simple idea de tocar aquella muerte con su otra mano era inconcebible. Sus gritos se unieron a los de la sangre, en el suelo.

-Úsenlo… para hablar con nosotros…

El absurdo ringtone de su celular brillaba sobre la mesita de luz. Se dio cuenta de que estaba en el suelo, luchando con el aire, y que no tenía aliento para contestar. Sus dedos escalaron el aparato con mucho esfuerzo.

-Ey, ¿qué pasa?

-Na… nada, ¿por qué?

-Te llamé a casa pero no me atendías, ¿dónde estás? Es la segunda vez que te llamo.

-Acá… en casa… -dijo, sin ideas sobre cómo mentir.

-¿Otra vez te agarré en el ascensor?

-S.. sí.

-Bueno, no importa. Escuchame, se nos complicó lo del trabajo práctico, así que nos vamos a quedar más tiempo en lo de Romi. No me esperes a cenar, andá a dormir tranquila, ¿sí?

-Sí… no te preocupes.

-¿Estás bien?

-Sí, de verdad, no te preocupes.

Colgó antes de escuchar su respuesta. Después tendría tiempo de inventar una buena mentira. Ahora no…

Caminando torpemente, como si todavía estuviera dentro de ese sueño tan pavoroso, fue hasta la pieza. Ni siquiera perdió tiempo en buscar; directamente sacó el cajón y lo esparció sobre la cama. Menos mal que Pamela no vuelve. Tengo más tiempo.

La plata estaba deslustrada, pero por lo demás, recordó el día en el que su madre, varios años antes, le había regalado aquél medallón. Tenía entonces dieciocho años y era ingenua y mucho más feliz, sin mentiras que esconder ni maldiciones que esquivar. Pero, ¿qué quería decir esa mujer con que había que usarlo para…?

“Ya sé que no es muy moderno, como dicen ustedes, Flavia. Pero es una reliquia de la familia. A mí me la regaló mi mamá, ¿entendés? Es como una tradición, aunque no tiene tantos años. Así, cuando vos tengas hijas, se la das a alguna…”

¿Usarlo para comunicarse…?

¿Quiénes eran nosotros?

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